Sunday, August 17, 2008

El último tren a katanga de doña Eugenia.



El día en que ella le conoció, él estaba despachando unas mollejas en la pollería más concurrida del mercado. Ella le miró con cierto repelús y él, en una chispa quizás de coquetería se recogió el flequillo tras la oreja llenándose de sangre el pómulo derecho y sus contornos… La suerte estaba echada.

Doña Eugenia, una mujer de Vallecas de toda la vida (ardiente, aunque sin restos visibles de sus ascuas). Ya casi cincuentona , ella, aunque aún turgente y guapa. Más bien seca en el modo que gentil, solitaria y sola como pocas mujeres de su edad. Profesora de filosofía en el instituto (día y noche por cierto, algunas veces). Y Manolillo… el nuevo chico de Bernardo, el pollero, a quién la idoneidad de su negocio ponía en la habitual obligación de buscar algunos ayudantes esporádicos.


Manolillo... tímido y silencioso. Escondiendo bajo su ted sonrosada algunas calenturientas fantasías sobre los humedecidos escotes de sus clientas, y quién sabe cuantas más locuras que atormentaban sus mañanas de trabajo. Y hacían rebosar ferbientes espinillas purulentas en su sudoroso rostro.


Manolillo, a quien miraba Eugenia tan fervorosamente, mientras él cortaba las alitas y limpiaba las mollejas con ese torso de héroe helenístico tallado en alabastro.

¡Ay! Lo que es la vida…

Demasiada compra la de Eugenia, para poder llevársela ella sola… esa mala costumbre de congelar la carne… Y Bernardo saliéndole al encuentro…

-Ya te la lleva luego el chico, Euge, no hay problema ninguno. Una clienta como tu. ¡Faltaría mas! Si puedo te la llevo yo mismo por la tarde… ¡Ay! Qué mujer esta.

Los laberintos de la vida se suelen tejer en silencio, como ocurrió aquella mañana. El destino, per se, actúa de este modo, sin darle rienda suelta alguna a la patética dejadez de nuestro ego (a su laxa quietud infructuosa).

Entonces resulta que una larga mano blanca llama al timbre de Eugenia, cuando ya es casi de noche. Una mano que tiembla esperando en la puerta y una mirada temblorosa en la mirilla… Explorando los posibles restos de la sangre endurecida, sobre el pómulo. Lo demás: el saludo de rigor habitual de cualquier economato (“pollerías López ¿me puede abrir?”), un cuerpo musculoso e inexperto temblando de ansiedad, un cuerpo cansado de madurez temblando de soledad. Un silencio, un encuentro asombrado…


¿Se lo pongo todo aquí, señora? Si, pónmelo todo ahí. Ahí estará muy bien.

Entonces resulta, que él lo pone todo, todo y también ella. Y juntos lo pierden todo y lo ganan durante unos instantes...Unas horas quizás impregnadas de fuego y de Otoño. Porque hay veces en que la oscuridad se adueña del silencio y los cuerpos más valientes se encuentran y resuenan como peces lascivos que no saben morir.

-¿Volverás mañana?
-Claro que si, señora. Si don Bernardo me manda y usted me abre la puerta…volveré.